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A la contra

El siglo XX se acaba. Las desigualdades crecen. Las libertades se restringen. Las ideas se agotan. Los interrogantes se mantienen y hay que dar nuevas respuestas reflejándonos en el pasado. La globalización exige un riguroso análisis crítico. Libertad e igualdad siguen estando en permanente conflicto. La fraternidad, el disfraz del robo, es la gran olvidada. Inteligencia y sentimiento han sido artificialmente diseccionados. El individuo, la coartada ideológica del siglo XX, ha pasado de sujeto a objeto; instrumentalizado, ha perdido su lugar en el mundo.

El yo se ha escindido de la colectividad y hay que hacer un esfuerzo común para alcanzar la unidad.

Necesidad, obligación de organización como requisito ineludible para un profundo cambio. La estrategia del capitalismo globalizador se basa en la coordinación de su clase dirigente, manteniendo desarticulada a la clase dirigida. La movilidad absoluta del capital, que contrasta con la inmovilidad y el sometimiento de la fuerza de trabajo, nos ha llevado a una situación en la que una clase dirigente, con objetivos comunes bien definidos, construye la realidad. Por su parte, la clase dirigida, con objetivos dispersos, se mantiene desorganizada.

Nuestra capacidad de respuesta a la opresión ha sido anulada bajo una sistema cimentado en el aplazamiento del deseo: invertir en el presente para consumir el futuro.

La idea del tiempo que rige nuestras vidas las convierte en el combustible de la optimización capitalista. El hombre ha pasado de ceder la capacidad de elegir su destino, a la obligación de ceder la totalidad de su tiempo. Hasta el ocio está pautado por los insolentes preceptos del negocio que trequieren un férreo control social. El engranaje consumista proyecta una serie de expectativas sobre el individuo, su cumplimiento, es la llave de un falso hedonismo que sirve de bálsamo a una alienación endémica.

Y mientras, el arte, más disgregado que nunca, se sumerge maquinalmente en ese abismo, se corrompe con una expresión anecdótica, huyendo de lo universal para refugiarse en el cómodo territorio de lo concreto. No sólo han sido enterradas, supuestamente, las ideologías... también fueron acoceadas la vanguardia (en su expresión profunda lejos de la pose) y el clasicismo estético. Quedan lo ramplón, la cotidianidad más insustancial, el figurinismo dandy, la experiencia ultraviolenta, el plástico, la sed de falsa transgresión, en definitiva... lo superficial, lo vacuo, lo muerto. Reivindicamos arte vivo para vivos. Existencial, sereno, apasionado, hondo.

El hombre es el lenguaje. La palabra ha sido negada para impedirnos decir no y ha llegado el momento de volver a decir basta. El momento de negar desde una sensibilidad diferente. Reivindicando al sujeto como inteligencia sentiente. Necesitamos lugares de encuentro, plataformas, para construir desde sensibilidades afines. Necesitamos espacios. Exigimos poder decir quienes somos. Un pueblo que se está gestando con voluntad de transformación y cambio.

La gran mentira se sustenta en unas industrias de la cultura que hacen de esta un mero juego de espejos. La verdadera cara de las relaciones de producción, la dualización aberrante de nuestras sociedades, se oculta tras una adormecedora epidemia consumista. Consumo, falsamente democrático, de bienes, de ideas, de mitos. La deificación de la racionalidad científica ha marcado los últimos tres siglos, pero ha sido en el siglo XX cuando ha quedado definitivamente desvirtuada debido a la necesidad del sistema de transmitirnos una seguridad epistemológica que satisfaga nuestro anhelo de certezas, impidiéndonos buscar respuestas al margen del discurso oficial. Un discurso oficial dominado por el relativismo reduccionista, que paradójicamente, se ha convertido en el dogma del pensamiento único: "El neoliberalismo lleva, inexcusablemente, a la democracia".

Bienestar, democracia, progreso. Bajo el influjo de estas inertes palabras se oculta el vacío existencial, individual, colectivo. Una desazón que nace de la pérdida de la fe depositada en un modelo corrupto y sacralizador de las desigualdades. El desencanto de vivir engañados por las trascendentes palabras de los sabios, en cuyos discursos nos reconocíamos, palabras acuñadas por la usura, lastradas por el uso. Reflejo deformante de una sociedad deformada que nos ha vendido la comunicación como diálogo.

¿Cuál es nuestro lugar en todo esto? Compromiso con el presente.

Aquí y ahora.


Las Afueras
1999