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Hoy lo digital invade todo, el hombre -se nos dice- ha pasado de una era analógica a otra digital, para los "tecnólogos" se abre un mundo nuevo, lo califican de cambio trascendental. En ese nuevo mundo lo ético, no digamos ya lo estético, pasa a ocupar un lugar secundario. La reflexión huye de los grandes sistemas y la acción de las grandes empresas. El bit, la esencia de este cambio carece de color, tamaño o peso y puede viajar a la velocidad de la luz, como nos dice Nicholas Negroponte -uno de los grandes gurús de los estos nuevos tiempos-, es el elemento atómico más pequeño del ADN de la información. En torno a ese bit se abigarran cientos de transformaciones, quizás la revolución científica más espectacular de la historia del hombre, cambios radicales en la materia, en la vida y en la mente de la que seremos testigos, querámoslo o no, en el siglo XXI.

El mundo cibernético va dejando paso gradualmente a los avances en los ordenadores biológicos y cuánticos. La descodificación de la molécula del ADN nos permitirá además de vencer a enfermedades devastadoras hacer crecer nuevos órganos, alterar la herencia genética o combatir el envejecimiento acercándonos a la utópica inmortalidad. La era digital abre expectativas como el hombre no había conocido jamás, pero esas expectativas van preñadas de contradicciones, y como no podía ser de otro modo, de retos morales de una formidable envergadura.

En ese nuevo mundo por afrontar, las pequeñas verdades, los minúsculos bienes de la ética, los fragmentos de justicia que de ella emanan, se convierten en retazos de felicidad que nos ayudan a afrontar las incertidumbres y nos permiten aferrarnos desde esa «ética mínima» (Adela Cortina) al valor de la autonomía humana, para desde ella, constatar la ineludible necesidad del consenso -la raíz democrática entendida como concordia y no como estrategia-, como urdimbre para lograr una convivencia justa entre los seres humanos y su medio ambiente.

La revolución digital, en apariencia aséptica como instrumento, se aleja de los usos democráticos y sirve a los intereses del gran capital; la ciencia se pliega ante el empuje del poder económico y en esas circunstancias el peligro, los peligros, son evidentes. El arte y la capacidad reflexiva no pueden, ni deben -y menos en este caso-, ser testigos mudos, meros convidados de piedra, en la mesa de los nuevos tiempos.

La ciencia ha girado el orden de sus intereses; hace muchos siglos se inclinaba hacia la sabiduría, hacia el saber profundo sobre las cosas. Ahora se inclina hacia la técnica y la técnica hacia la industria. Siendo así, la inteligencia, que en su raíz es creadora, ha dejado de lado prioridades esenciales como hacer el mundo habitable y más digno para centrarse en hacer ciencia, abandonando de ese modo el compromiso con la Humanidad. La apelación a la ética se convierte en una exigencia. Garante de la verdadera función creadora de la inteligencia, en la única capaz de vivificar la «utopía ultramoderna» -en palabras de José Antonio Marina-.

Tratan de encerrar la ética en las entoldadas esquinas del pensamiento. "Lo ético" aplicado a la creación, la política, las nuevas tecnologías... no se coloca en el centro del debate porque los teocráticos (perdón, quisimos decir los tecnólogos) han hecho de su ciencia un lugar inoculado, aséptico y objetivo.

Frente a esta legión resta la rebeldía. La utilización del mundo digital para la emancipación y la libertad. Que no sea una herramienta de dominio sino una nueva evocación de lo justo, lo hermoso, lo incontrolable.


Ética y Estética
Digital
2003



GdD impronta: Internet visto desde
dos de las muchas plataformas