Inteligencia
ciega

 


Fronteras mentales: el discurso sobre el Otro

1. Un secreto bien guardado: el veneno que cayó sobre el Rif

Tras el desastre del ejército colonial español en Annual, a principios de la década de los veinte, Mohamed Faragi era un adolescente cuando sufrió un extraño bombardeo en su aldea del Rif marroquí. De repente comenzó a caer un extraño veneno del cielo:

"Tiraban algo así como azufre. La gente se quedaba ciega. Su piel se ennegrecía y la perdía. El ganado se hinchaba y después moría. Las plantas se secaban de golpe. Durante semanas no se podía beber el agua de los arroyos. Me decían que el agua estaba envenenada".

Mohamed Faragi hilvanaba su relato a la edad de 91 años. No era una experiencia que se pudiera olvidar fácilmente. Los bombardeos se fueron sucediendo hasta acabar con la revuelta liderada por Abdelkrim el Jatabi, a costa de la masacre de miles de víctimas inocentes. No era la primera vez que un país occidental ordenaba un ataque contra población civil con el novedoso armamento químico elaborado durante la Primera Guerra Mundial: gas mostaza -yperita- fosgeno, difosgeno y cloropicrina. El ejército británico ya los había utilizado para combatir a los rebeldes afganos -en territorio fronterizo con el actual Pakistán- y también en Irak, en 1920. Pero el bombardeo con gases tóxicos de la población civil beréber del Protectorado español apenas tuvo eco en los medios de difusión de la época, tanto españoles como extranjeros. Y pasó casi completamente desapercibido hasta que, en épocas recientes, varios estudios han iluminado el episodio.

Fue como si todos los poderes públicos del país se hubieran comprometido en un pacto de silencio. Tras la utilización masiva del armamento químico durante la Primera Guerra Mundial, se había levantado una fuerte polémica internacional sobre su legitimidad como arma de guerra. De hecho, el Tratado de Versalles de 1919 ilegalizó toda manufactura, importación y uso de armas químicas por parte de Alemania, extendiendo asimismo la prohibición a todos los países signatarios, entre ellos España. Conscientes de la ilegitimidad e ilegalidad del recurso al gas tóxico contra los rebeldes rifeños, los diversos libros, informes públicos, reportajes y crónicas periodísticas españolas sobre la guerra de los años veinte corrieron un tupido velo sobre el hecho, salvo unas pocas excepciones. La novela Imán, del entonces bisoño autor Ramón J. Sender, verdadero alegato antimilitarista de la época, fue una de ellas. Sender volcó en el texto su experiencia vital como soldado de la campaña africana, entre 1922 y 1924, que incluyó el contacto de primera mano con el gas mostaza. Porque, debido a los frecuentes errores de los operativos militares, no pocas veces los propios soldados españoles resultaron también afectados por los bombardeos químicos. Describiendo el caso de un soldado trastornado que pasaba los días en la enfermería gritando y protestando, el autor sacó a relucir una página de la guerra tan incómoda para el Poder como amarga para sus víctimas, de uno y otro bando:

"-Es un desgraciado -añade [el médico militar]-. Además de la locura tiene llagas de hiperita [gas mostaza]. El viento llevó gases del 5 de julio en Tizzi Asa y resultaron con llagas casi todos los soldados de la línea de blocaos del tractocarril.

Alguien, celoso de los aviadores, dice al teniente coronel:

-¡Qué torpeza, tirar gases con viento contrario!"

El modo en que el ejército español se hizo con un importante arsenal de armamento químico exigió altas dosis de secretismo, so pena de exponer a la monarquía alfonsina a las críticas de los numerosos sectores descontentos. En sintonía con su imagen de "rey militar", según el modelo prusiano, ya en 1918 el rey Alfonso XIII se había mostrado personalmente interesado por la adquisición de este tipo de armas en Alemania. Fue en agosto de 1921, el año del desastre de Annual -en el que murieron unos 10.000 soldados españoles- cuando las negociaciones se agilizaron. Merced a un acuerdo secreto, en el que jugó un destacado papel el antiguo jefe del servicio alemán de guerra química, Von Stoltzenberg, Alemania se comprometió a vender armamento químico sobrante de la Primera Guerra Mundial a España, así como a asesorar a sus autoridades militares en su fabricación. Todo ello, naturalmente, a espaldas del Comité Internacional creado en Versalles para fiscalizar el desarme alemán. El fruto señero del contrato hispanogermano firmado en 1923 fue la construcción de una fábrica de armas químicas en La Marañosa, cerca de Madrid, en el actual término municipal de San Martín de La Vega, que sería bautizada como "la Fábrica Alfonso XIII" en deferencia a la afición del monarca por este tipo de armamento.

Los asesores alemanes concluyeron que el gas mostaza era la sustancia química idónea para bombardear las káfilas del Rif y de la Yebala, ya que además de sus efectos sobre la población, podía impregnar sus campos y sus escasos depósitos de agua. Durante los años siguientes la Marañosa llegó a fabricar ingentes cantidades de este gas, lo que no fue óbice para que el gobierno español importara directamente bombas de Alemania. También fueron empleadas bombas de fosgeno y cloropicrina, lanzadas desde aviones y artillería terrestre. La campaña de bombardeos con gases tóxicos, que se prolongaría hasta 1927, alcanzó su mayor intensidad en el período 1924-1926, durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera. La estrategia consistía en lanzar las bombas de gas en las áreas más pobladas y a las horas en las que más víctimas podían producir, de modo que el bombardeo de los zocos de las aldeas se convirtió en una rutina. Los efectos no se hicieron esperar. Las autoridades del Protectorado francés informaron a su gobierno de que la aviación española había "dañado gravemente los pueblos rebeldes", utilizando...

"(...) bombas de gas lacrimógeno y asfixiantes que causaban estragos entre la pacífica población. Gran número de mujeres y niños han acudido a Tánger para recibir tratamiento médico, y allí su presencia ha provocado lástima entre la población musulmana, así como indignación contra los españoles".

Minada de esta forma la moral de resistencia de la población civil y combatiente, la campaña militar francoespañola de los años siguientes culminaría en la derrota de Abdelkrim y la destrucción de la "República Confederada de las Tribus del Rif" en 1926. Sus vencedores no tardarían en extraer los réditos de la victoria para afirmar sus respectivas posiciones en clave nacional interna. Por el lado francés, el mariscal Pètain vio enriquecido su currículum militar, en el que se apoyaría para encabezar el tristemente famoso gobierno de Vichy, en 1940. Por la parte española, la casta de militares africanistas capitaneada por Sanjurjo, Franco y Millán Astray aprovecharían la experiencia y el poder adquiridos para levantarse contra la Segunda República, provocando a la postre el estallido de la guerra civil. En cuanto a la población rifeña, el impacto de las armas químicas fue tan enorme como duradero. El historiador Sebastian Balfour ha constatado la supervivencia de una tradición oral en la región sobre los efectos de los bombardeos tóxicos de los años veinte, que da fe de las muertes producidas y de los estragos de las enfermedades que asolaron a sus habitantes: quemaduras, cegueras permanentes o temporales, lesiones en la piel, problemas respiratorios y gástricos. Singular importancia revisten los testimonios recogidos acerca de la contaminación de animales, cultivos y pozos de agua, que según algunas versiones podrían explicar el mayor índice de enfermedades cancerosas que todavía hoy presenta el Rif con respecto al resto de Marruecos.

Parecería lógico esperar que el pacto de silencio en torno a la masacre con armas químicas hubiera acabado por romperse con el transcurso del tiempo, dando paso a una profunda revisión histórica de la misma. Todo lo contrario. La Asociación de las Víctimas del Gas Tóxico -ATGV- fundada en julio de 2000 en la ciudad rifeña de Al Hoceima, organizó para el verano del año siguiente una Conferencia Internacional sobre los bombardeos con gases tóxicos que finalmente no pudo celebrarse por la prohibición expresa del gobierno marroquí. Una decisión previsible, dada la tradicional política del poder central respecto al Rif, recelosa de cualquier pretensión autonomista beréber o simplemente afirmadora de su peculiar y diferenciada identidad histórica. No por casualidad, y hasta fechas muy recientes, el mismo nombre de Abdelkrim el Jatabi ha sido palabra tabú en el discurso oficial de la monarquía hachemita. Por su parte, el Estado español jamás ha reconocido ni se ha disculpado por un hecho que, según la ATGV, constituyó formalmente un "crimen contra la humanidad" que vulneró los diversos tratados internacionales en vigor respecto al uso de armas químicas, como el mencionado de Versalles y la Convención de Ginebra de 1925.

Resulta cuando menos curioso que la fábrica señera y principal de los gases tóxicos que fueron empleados contra la población rifeña, La Marañosa, haya sobrevivido a guerras, regímenes y gobiernos. Se sabe, por ejemplo, que durante la Segunda Guerra Mundial fue reconstruida por técnicos nazis -otra vez la colaboración alemana- para suministrar armas químicas a su ejército. Desde entonces y hasta la actualidad, convertida en la única fábrica de armas cuya titularidad ostenta el Ministerio de Defensa -dirigida por un teniente coronel y con un 25% de su plantilla laboral militarizado- ha continuado investigando y produciendo armamento químico para usos diversos, entre los que destacan gases lacrimógenos y demás material antidisturbios. Por lo demás, sus especiales características la han convertido en uno de los mayores centros contaminantes de la comarca del Sureste madrileño, una zona que ha sido calificada por colectivos ecologistas como un auténtico "vertedero especializado". Baste decir que el actual complejo de La Marañosa ocupa una extensión de más de 700 hectáreas en un espacio teóricamente protegido como es el Parque Regional del Sureste, de una gran riqueza tanto natural como arqueológica: posiblemente el único ejemplo existente en el mundo de una fábrica de armas químicas emplazada... ¡en un parque natural!

2. El Moro, enemigo secular

Si el gobierno español pudo mantener aquel velo de secretismo sobre la masacre de la población civil rifeña fue porque contaba con una densa trama de complicidad tanto nacional como internacional. Una complicidad que se apoyaba en el resorte de una lógica o un discurso claramente etnocéntrico, que exaltaba la presunta superioridad racial o cultural de una Europa civilizada sobre un "pueblo de salvajes". En medio de la polémica surgida por los bombardeos británicos con armamento químico en Irak y Afganistán, en 1920, el entonces Secretario de la Guerra Winston Churchill llegó a declarar que no entendía "estos remilgos sobre el uso de gases", ya que estaba "totalmente a favor de usar gases venenosos contra tribus no civilizadas". Y, según algunos testimonios, el propio rey Alfonso XIII afirmó en 1925 que..

"(...) lo importante es exterminar, como se hace con las malas bestias, a los Beni Urriaguel y a las tribus más próximas a Abdelkrim".

La asimilación del enemigo con la imagen de "bárbaro" o incluso de "bestia" o "alimaña" servía para justificar el recurso a cualquier medio que fuera necesario para su liquidación, para su genocidio. En el caso particular de la guerra de África, el discurso del etnocentrismo hispano proyectaba sobre los rebeldes rifeños una imagen de Enemigo acrisolada durante siglos: la del Moro como referente negativo de la cultura propia. De esa forma, la campaña militar de los años veinte encontraba su anclaje y justificación en la idea falsa y alambicada de un combate milenario de identidades culturales, engarzándose con la Reconquista como gran mito forjador del nacionalismo español. Las campañas africanas de los años veinte pasaron a convertirse en un nuevo episodio histórico del combate contra el Otro, culturalmente hablando. Abdelkrim, en tanto que líder rifeño, se incorporaba así a la larga galería de representaciones del Moro, a cuál más grosera y caricaturesca: desde el perverso Moro Muza hasta el Turco como azote de la Cristiandad, pasando por los piratas y cazadores de esclavos de Berbería. De manera paralela, los episodios militares del Barranco del Lobo, de Annual o de Alhucemas ocuparon su lugar en los manuales de historia como hitos guerreros de la gran Batalla de la Cristiandad contra el islam, al lado de Covadonga o Las Navas de Tolosa. Como bien ha señalado Juan Goytisolo:

"(...) el islam ha representado de cara al mundo cristiano occidental un papel autoconcienciador en términos de oposición y contraste: el de la alteridad, el del Otro, ese "adversario íntimo" demasiado cercano para resultar totalmente exótico y demasiado tenaz, coherente y compacto para que pueda ser domesticado, asimilado o reducido. A consecuencia de ello existen una historia, una tradición de pensamiento, una leyenda, una retórica, una agrupación de imágenes o clichés islámicos creados por y para Occidente que imponen una distancia infranqueable entre lo "nuestro" (visto, claro está, con conciencia de superioridad y autosatisfacción) y lo de "ellos" (contemplado con hostilidad y desprecio). Así, ambas entidades abstractas, Occidente e islam, se apoyan y reflejan una a la otra, crean un juego dialéctico entre sus imágenes especulares. El islam es el molde hueco, lo negativo de Europa: lo rechazado por ésta y, a la vez, su tentación."

La distancia infranqueable que media entre lo "nuestro" y lo de "ellos", o la oposición irreductible que separa -en términos de positivo y negativo- la imagen de la cultura propia y la del Otro, resume a la perfección esa concepción excluyente y dicotómica del mundo que habita la entraña de todo discurso militarista. Un universo compuesto por dos identidades, a cuál más artificiosa, únicamente vehiculadas por una relación de violencia. Porque tan groseramente simplista y reductora es la imagen proyectada sobre el Otro, sobre el Enemigo, como la sugerida indirectamente sobre la identidad propia en ese juego de espejos que decía Goytisolo. Cuanto mayor énfasis ponía el discurso imperialista hispano en la condición de "bárbaros salvajes" de los pueblos del Rif y de la Yebala, más fortalecía su propia imagen de Poder superior destinado a dirigir una "misión civilizadora", coartada moral de lo que no era más que una empresa de conquista y expolio. Que para ello hubiera que imponer el terror y exterminar a los rebeldes no era más que un mal necesario, un medio completamente disculpable en aras del fin superior: de ahí la complacencia en el recurso a los bombardeos de poblaciones civiles con gas tóxico. De manera paralela, los seculares clichés sobre la perversidad innata del Infiel suscitaban el efecto indirecto de proyectar, en negativo, una imagen enaltecida y mistificada de la identidad hispana, en tanto depositaria de unas presuntas esencias nacionales de naturaleza superior, trascendente.

En cualquier caso, si de algo podía informar con cierto grado de veracidad este gigantesco proceso de mistificación, no era del Enemigo que pretendía retratar -el cruel sarraceno, el contumaz Abdelkrim- ni de la ideal imagen propia que a la vez se esforzaba por sugerir, sino de sus propios prejuicios etnocéntricos, de su mirada fuertemente sesgada, de la violencia inherente a su pensamiento. La imagen satanizada del "salvaje rifeño", pese a sus pretensiones, no estaba describiendo en absoluto a las sociedades históricas del norte de Marruecos, en su singularidad política o cultural, ni mucho menos el impacto que el hecho colonial ejerció sobre las mismas. En realidad, con su visión groseramente simplista y maniquea, estaba escamoteando un verdadero conocimiento del Otro bajo una colección de clichés destinada a justificar su conquista o su destrucción. Como bien ha apuntado el ensayista palestino Edward Said, la mirada que los poderes coloniales europeos y sus sociedades han proyectado sobre el "Oriente" -la mirada orientalista- lejos de aportar un conocimiento concreto sobre la diversidad de sociedades recogidas bajo ese concepto, se ha descrito en realidad a sí misma: constituye, de hecho, una importante dimensión de la cultura y del pensamiento occidental, y por tanto, "tiene menos que ver con Oriente que con nuestro mundo.