Desde el sur

 


El árbol de las palabras

Tras atravesar el desierto ardiente, siempre hacia el sur, cruzamos las sabanas del aftout para llegar por fin al valle del río. Allí ya hay pequeños bosques de acacias y arbustos, desaparecen los asentamientos dispersos del desierto y en su lugar encontramos aldeas con calles, mercado y grandes mezquitas. Son pueblos pobres, de adobe, pero en su trazado se vislumbra una voluntad de urbanismo, de una organización colectiva que es el germen de la civilización.

En cada una de estas aldeas hay un árbol principal, dominante, que destaca sobre los otros. Crece en el lugar mas céntrico del pueblo o cerca de la casa del jefe, y su copa ancha proyecta una gran sombra vertical bajo el cielo tropical.

Cuando se llega a una de estas poblaciones, a última hora de la tarde o primera del día, debemos dirigirnos a la casa del jefe y preguntar por él. Enseguida se corre la voz de que hemos llegado y éste, al frente de su pequeño séquito de autoridades, nos conduce bajo el árbol, donde han colocado ya las grandes esteras rectangulares en el suelo para acomodarnos. Allí, bajo la sombra, nos quitamos las sandalias y nos sentamos junto a los notables. Al rato nos ofrecen el primer té muy caliente y dulce, saturado de espuma. Charlamos despacio mientras van llegando el resto de aldeanos que han sido convocados. Llegan poco a poco, sin prisa, con su andar altivo y distante. Al llegar al árbol nos saludan dándonos la mano a cada uno de nosotros, sonriendo y repitiendo "salam aleikum", para luego ocupar su puesto en la estera. Todos llevan su larga túnica, su kaftan de color vivo, pantalones hasta los tobillos y sandalias.

Cuando se considera que la mayoría ha llegado comienza la reunión. Pido la palabra para saludar y agradecer su presencia. Hablo lentamente, al ritmo que marca el calor, tomándome tiempo para pronunciar cada palabra, estructurando las ideas en frases cortas para que la traducción sea lo más fiel posible.

Cuando acabo de hablar pide la palabra el jefe de la aldea. Nos saluda, nos da las gracias por estar allí, con ellos y tras su intervención deja que cada miembro de la comunidad que lo desese vaya pidiendo la palabra para expresar, delante de nosotros y del resto, sus inquietudes, sus propuestas o su frustración. Cada cual se expresa a su manera, como puede y quiere. Los hay nerviosos, que se atropellan al hablar, otros hablan tranquilos, tomándose el tiempo necesario para escucharse y que les escuchen. Hay buenos oradores, persuasivos, que contrastan con los que piden la palabra y enfadados se expresan de forma confusa. A veces, tras la intervención de un miembro de la asamblea, se crea una cierta agitación, acompañada de murmullos de aprobación o expresiones de reproche. Estos pequeños debates internos no duran mucho y los más jóvenes o el jefe intentan poner orden para que el debate no derive sin rumbo. Las pasiones a veces se encienden porque saben que es momento para resolver los problemas que les aquejan y hacerlos públicos, apoyar a algunos o acusar a otros si es necesario y buscar la forma de resolverlos a través de la palabra y la persuasión de la mayoría, utilizando el diálogo hasta agotarlo. Es el parlamento de los pobres, el árbol de las palabras, tan antiguo como el continente africano y el ser humano al que dio origen. Un ágora sin historia, sin auge ni decadencia, intemporal como los hombres que lo utilizan como prolongación de su propia esencia, de su propia razón de ser, la palabra. En el valle del río Senegal son árboles de quinina, en Mozambique son mangos gigantes, en Somalia acacias retorcidas, pero en toda el África subsahariana encuentras el mismo árbol bajo el que los hombres resuelven sus conflictos y ven pasar la historia, su historia no escrita.